10 DÍAS EN BARCO CONOCIENDO EL AMAZONAS
Yo fui el primer pasajero que subió al barco, que se dedica más al transporte de mercancías entre Pucallpa e Iquitos, que al transporte de pasajeros. Nunca me habían mentido con tanto arte como lo hizo Jorge, explicando por qué no salíamos todavia. A mí y al resto de pasajeros. Enseguida llegó el segundo pasajero, una japonesa, Kei,
con la que hice buena amistad y con la que compartí las interminables horas de espera mientras un ejército de jóvenes, que parecían costaleros de la semana santa, se dedicaban a cargar el barco, llevando sobre sus espaldas dos sacos de cincuenta kilos y subiendo al barco por tres tablones, el primero de ellos muy inclinado. Digo lo de jóvenes, porque es obvio que haciendo ese esfuerzo diariamente, no creo que puedan hacerlo muchos años. De hecho, todos eran jóvenes. Hacía un calor asfixiante aunque nada más zarpar, cambó el tiempo y comenzó a llover y bajaron bastante las temperaturas. Jamás pensé que podría pasar frío en el Amazonas. No es que fuera exagerado, pero entre el viento y la humedad, había que ir con algo más que una camiseta. La subida al barco fue menos traumática de lo que pensaba, pues cuando llegaba, se me acercó un estibador, agarró mi equipaje, se lo echó al hombro y comenzó a subir por el tablón de acceso, por el que cargaban el barco los estibadores, esperando una propina a cambio, claro.No paraban de cargar mercancías, pero según decía el patrón, estábamos esperando unos pollos y al final vinieron, claro. Lo que no esperaba es que fueran vivos y todos en el barco, acotados por unas tablas, sobre un lecho de serrín, ochocientos pollos.
Todo el mundo, unas cincuenta personas, iba en hamacas y tenía el equipaje bajo las mismas. Daban tres comidas, desayuno a las siete de la mañana, comida a las doce y cena a las seis de la tarde, de los que avisaban al toque de una campana.
El desayuno consistía en mazamorra de avena o de plátano con un par de bollos. La comida y la cena consistían, básicamente en arroz con un trocito de pollo y un trozo de plátano verde hervido, cada día acompañado por algún toque ligero de algo. Con tanto tiempo en el barco, da tiempo para conocer a mucha gente. Una de las personas con que en más trato tuve, fue con Artemio, un peruano serrano, que iba a establecerse en Contamana, donde se bajó, para sembrar maní en un terreno que le habían dejado utilizar. Tenía un aspecto bohemio, bastante delgado, casi místico, que me recordaba más a los fakires indios, que a un serrano del altiplano peruano. No perdía ocasión de entablar conversación conmigo, de cualquier tema, y a pesar de su aspecto, era un hombre con bastantes conocimientos del mundo actual.Yo hacía vida en la tercera cubierta, donde además de los pollos y de mí, estábamos Kei, dos hermanos con dos niños pequeños, los dos cuidadores de los pollos, a los que constantemente cambiaban el agua, a la que añadían vitaminas y antibióticos y ponían pienso para que comieran, y Moisés, un iquiteño que venía de visitar a sus padres en Pucallpa durante un mes, después de no verlos en treinta años. Se dedica en Iquitos a conducir un motocarro a modo de taxi. Contaba con orgullo, que su hija de 24 años se acababa de licenciar en administración de empresas. Era un hombre afable, y muy creyente, tanto en la religión como en las leyendas de la selva. Me cayó muy bien desde el principio.
Tras la primera parada en Contamana, el día 25, donde se bajó Artemio y me despedí de él bajo la lluvia y el frío, paramos junto a la orilla a pasar noche. El día siguiente, 26, paramos dos horas en Orellana, en cuyo mercado compré nueve plátanos por dos soles (50 céntimos). También unos huevos que me cocieron en un restaurante y agua.
Nueva parada en Juancito, el martes 27 a dejar los pollos, que pesaban casi tres kilos cada uno, a las 4 de la mañana. Los metían en unas cajas de plástico bastante ventiladas. Metían diez pollos en cada caja y los bajaban cargando dos cajas en la espalda en cada viaje. Los subían en motocarros y los llevaban al cliente. Ya no volvimos a parar de noche, a pesar del temor a quedarnos varados en un banco de arena, pues el río había bajado bastante de nivel. Paramos en Victoria el miércoles 28 a descargar sacos de piedra para la construcción y seguimos navegando ininterrumpidamente hasta que volvimos a hacer nueva parada en Requena el jueves 29. Requena es, después de Iquitos y de Pucallpa, la mayor población del amazonas peruano. Allí se bajaron la mayoría de pasajeros y cargamos dos camiones. Poco después de Requena viene la desembocadura del río Marañón y los locales dejan de llamarlo Ucayali, para llamarlo Amazonas.
Continuamos la navegación con la esperanza de llegar el viernes por la noche, pero pronto vimos que eso no sería posible. El sábado teníamos la previsión de llegar a mediodía a Iquitos, pero como todo en la selva es imprevisible, paramos antes a descargar los camiones. Hay que tener en cuenta que no existen muelles para estas operaciones y que se las tienen que ingeniar para realizar las descargas que no se pueden hacer a mano. Pues allí llegó un equipo con un ingeniero al frente, todos perfectamente equipados, pero que tardaron seis horas hasta que dieron con la forma de bajar los camiones. La conclusión fue que estábamos entrando en el puerto de Iquitos a las siete de la tarde, ya de noche.
Aproveché la espera y que había cobertura para contactar con José Sinarahua, hijo del fallecido Cléber Sinarahua, que fundó un pequeño lodge de ocho cabañas en la selva, donde realizan todas las actividades que ofrecen las agencias a los turistas, pero todo organizado por la familia, en terrenos suyos la mayor parte y a unos precios mejores. A Cléber Sinarahua lo conocía por Javier Reverte, porque según cuenta en El Río de la Desolación, estuvo con él durante tres días en la selva y es precisamente eso lo que voy buscando. Quedamos en vernos en el hotel a mi llegada y en cuanto llegué, se presentó allí y acordé con él que me recogería el sábado por la mañana y estaré en la selva hasta el lunes por la noche, que regresaré al hotel.
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